sábado, 20 de agosto de 2011

Esta mañana recibí un abrazo

Esta mañana recibí el abrazo de la sombra de alguien
que puso sus labios en mis oídos y sus manos en mi espalda,
y que no me dejó mirarlo hasta que terminó de hablar,
cuando ya no estaba.

Así son algunos hombres:
sólo es posible verlos cuando ya no están

y cuando la contemplación del cuerpo que fue
y de la correspondencia que no pudo ser
no arroja más que un desengaño
y la palpitante mirada dormida en alguna esquina de la piel,
convertida ahora en suspiro y en puerta entrecerrada.

Me habló de una ciudad hecha de sombras,
donde vive alguien igual a mí.
Donde la oscuridad es el día.
Donde la luz está en los ojos.

Algunos hombres son así:
te encadenan a una sola palabra
y la entierran en tu boca
para recibir con tu beso
el fruto de su propia semilla.

Excepto que la semilla suele irse al pecho.
¡Y qué doloroso es darse cuenta del engaño cuando ya las hojas del árbol empiezan a romper las capaz del corazón!
Y cuando todas las cosas del mundo se han impregnado ya con el significado de esa palabra.
O bien, con la falta de significado.

--Oscuros son los días en los que más alma hemos de vislumbrar dentro de nosotros --me dijo.

Pero fueron mis labios los que se movieron.

--Y oscuros son los ojos de quien ha de mostrarte todas las bellezas que fluctúan dentro de ti.

No volvió a hablar.
Atravesó la silueta de mis manos sobre la pared,
enrollándose como una serpiente de sombra.
Y luego ardió en mis dedos.

jueves, 24 de marzo de 2011

Traslación y entierro

En ti, el trazo del horizonte había desaparecido: el mundo había cerrado, el cielo había caído, la tierra se llenó de cielo y el mar de cielo y agua y polvo se ahogó en el otro mar, el del Cosmos. La cortina del alma estaba levantada y tus manos (ahora Nebulosa) y tu cuerpo (ahora respiración profusa) y tus ojos (ahora Galaxias ahora Estrellas ahora Planetas ahora Hoyos Negros de la conciencia) formaban el nuevo mundo. Cuando hablaste no era tu voz la que hablaba; era el cielo de este mundo que se abría, plomizo y luminoso. Tus manos no eran tus manos sino la brisa caliente de aquella mañana primigenia. Tu nombre: la superficie pantanosa en que habían reposado las Presencias Infinitas, que, abrazando el silencio, desenvolvieron el peso del Universo sobre su propio peso y lo enterraron en el núcleo del alma, con su aliento de dioses y sus rostros como abismos y sus miradas crepusculares que lo contienen todo.