Esta mañana recibí el abrazo de la sombra de alguien
que puso sus labios en mis oídos y sus manos en mi espalda,
y que no me dejó mirarlo hasta que terminó de hablar,
cuando ya no estaba.
Así son algunos hombres:
sólo es posible verlos cuando ya no están
y cuando la contemplación del cuerpo que fue
y de la correspondencia que no pudo ser
no arroja más que un desengaño
y la palpitante mirada dormida en alguna esquina de la piel,
convertida ahora en suspiro y en puerta entrecerrada.
Me habló de una ciudad hecha de sombras,
donde vive alguien igual a mí.
Donde la oscuridad es el día.
Donde la luz está en los ojos.
Algunos hombres son así:
te encadenan a una sola palabra
y la entierran en tu boca
para recibir con tu beso
el fruto de su propia semilla.
Excepto que la semilla suele irse al pecho.
¡Y qué doloroso es darse cuenta del engaño cuando ya las hojas del árbol empiezan a romper las capaz del corazón!
Y cuando todas las cosas del mundo se han impregnado ya con el significado de esa palabra.
O bien, con la falta de significado.
--Oscuros son los días en los que más alma hemos de vislumbrar dentro de nosotros --me dijo.
Pero fueron mis labios los que se movieron.
--Y oscuros son los ojos de quien ha de mostrarte todas las bellezas que fluctúan dentro de ti.
No volvió a hablar.
Atravesó la silueta de mis manos sobre la pared,
enrollándose como una serpiente de sombra.
Y luego ardió en mis dedos.